Son raros los baños de Baños. El primero, el del hostel “La siesta”, pintaba fachero, hasta tenía bañadera. Pero tenía un pequeño detalle en contra: una de las paredes laterales, la más grande, no era una pared, sino que era un gran ventanal. De punta a punta. Una gran vidriera donde cualquiera que pase por el pasillo te ve bañándote, o también hasta se podía atender la recepción sentado en nuestro inodoro casi. Igual, por lo menos, la cortina de esa ventana era mucho mejor que la cortina de la habitación. Abro la cortina blanca de la piecita, con intención de contemplar desde la cama las enormes montañas verdes que rodean la ciudad… pero me choqué contra una pared celeste pálido. Atrás de la cortina no había ventana, sólo pared. Quizás me vaya a dormir a la ducha, que por lo menos tengo una gran vista al… pasillo.
Nos mudamos, en busca de una preciada pared en un baño y una ventana en la pieza.
El baño de lo de “Olguita” sí que es íntimo. Tan íntimo que casi ni nosotros entramos. Es una cajita hermética que, en un mismo movimiento, puedo ducharme, lavarme los dientes y cagar. Eso si, ojo al salir, que la puerta fue calculada para gnomos. Y ojo al salir, que acá sí tenemos un gran ventanal que da a la placita del reloj de Baños. Barbi salió de ducharse y se paseó en pelotas porque le dije que se quedara tranquila, que los vidrios eran espejados. Recién al otro día, sentados en el puentecito de la plaza, nos damos cuenta de que claramente no eran espejados y que se veía todo. Ah, si alguien alguna vez va a la habitación número 105 del hostel La Siesta, en Baños, por favor nunca abran el cajón de la mesita de luz del lado izquierdo. Barbi vio meterse allí a un bicho que, según describe, era enorme y asesino. Mi plan A es salir corriendo por el pasillo que da a mi baño, por la calle, y agarrar la ruta, de una. Gritando. Mi plan B es revolear la mesita de luz al pasillo y prenderla fuego. Gritando. Pero sólo atiné al plan C. Cerrar el cajón de una patada, y con otra patada correr la mesita lejos de la cama. También gritando.
Me habían contado que Baños era selva, que había muchas actividades y aventuras extremas para hacer, y que había bichos. La “exploración de baños de Baños” pinta divertida. Sobre todo porque pareciera ser la ciudad con mayor cantidad de hostel por habitante del mundo. Según mis cálculos, habría un promedio de 5,37 hostel por cada turista.
Las 25 manzanas del pueblo/ciudad Baños son una manchita gris en la piel verde de la tierra. Puros hostels y puestos de artesanías no artesanales. Me dan ganas de caminarla, de explorarla, pero hacia afuera, hacia el verde. Es muy tentador ese verde. La llovizna constante lo hace brillar, se huele.
Mejor que caminarla, es bicicletearla. “La ruta de las cascadas” va siguiendo río abajo al Postazas, esquivando montañas. Subiendo, bajando y hasta atravesándolas entre sus túneles. 20km de montaña a la izquierda, río allá abajo a la derecha, y la línea pintada amarilla adelante. 20km en los que los pies se transforman en nubes con cada subida, y las ruedas en alas en cada bajada.
Un auto pasa y me toca bocina. Yo saludo contento desde la bici. Cuando me pasa por al lado, uno se asoma por la ventanilla y me grita “¡tu amiga se cayó de la bici!”. ¡Uh! Miro para atrás. Barbi parada a un costado de la ruta y su bici dada vuelta por ahí. No sabe explicarme qué carajo le pasó. Dice que iba a andando feliz, y de golpe “Plaf!”, voló, rodó. La bici dio un par de vueltas en el aire. Ella seguramente también. Tiembla. No la vi, pero me hubiese encantado. Debe haber sido una secuencia increíble de ver. Se trabó y se cayó sola, mal. Supongo, no sé, ni ella sabe. Dice que sintió rebotar el casco contra el asfalto. Apenas se llevó 47 moretones en las piernas, pantalón agujereado, raspones en codos y rodillas, y un corte más feo en su mano izquierda. Y una sonrisa que delata un susto de aquellos. Alto palo debe haberse dado. ¡Qué lástima que no lo vi! Igual, creo que la sacó demasiado barata. Y debo admitir que se la bancó demasiado bien también. Un par de curitas y un cacho de cinta y los bicivoladores vuelven a la ruta.
Cada pedaleada, una foto. Algunas con la cámara, otras con los ojos. Estamos adentro del paisaje. Estamos adentro de una foto de 20km de largo. Las cascadas aparecen a la vuelta de cada montaña, como antes los hostels a la vuelta de cada esquina. Cada pedaleo se va poniendo mejor la cosa. Es tremendo, posta. Difícil mantener los ojos en el camino. No se puede creer estar andando en bico por este lugar. Qué triste va a ser andar en bici por Palermo o la Costanera. Tan lindo que la pasaba. Macri la concha de tu hermana.
20km parecían una banda, pero sin darnos cuenta, los hicimos de toque. Llegamos al Río Verde y nos metemos por un pueblito hacia abajo, hacia “El Pailón del Diablo”. No sabemos lo que es, no sabemos qué es un “pailón”, pero suena fuerte, no sé. Y a medida que uno va adentrándose en la selva por este sendero al margen del río, lo que empieza a sonar cada vez más fuerte es un bullicio revuelto, fresco, pesado. Los árboles son cada vez más altos, las hojas de las plantas más grandes, los caminos más empinados y la llovizna más verde. Cada llovizna es como una nevadade copos de aerosol verde flúo que tiñe y hace brillar todo lo que toca. Hasta el Río Verde se ve verdaderamente verde. Ah, lo único no verde es la maldita víbora que se nos cruza en el camino. Dos metros de cosa negra devorando y deglutiendo muy lentamente, desesperantemente lentamente, a un metro de cosa blanca. No sabía que las víboras se comían entre sí. El último tramo de la pobre blanquita asoma por la boca de la otra. Paralizados, no queremos ser sus próximas víctimas. La tenemos a un metro. Es grande, de verdad, y se está comiendo viva y entera a otra víbora. Juntamos valor y esperamos a que terminara y esté haciendo la digestión para pasar corriendo. Casi tanto miedo como con el bicho del cajón. Casi.
Ahora si, esto es selva. Con todas las letras. Con todos los colores, con todos los olores, con un maldito bicho muy de selva. Selva cerrada, tupida, pesada. . No se ve el cielo. Sólo selva. De golpe, un puente colgante, de madera y soga. Muy alto, la puta madre. Qué cagaso. Lo cruzo y me siento Indiana Jones, pero en la isla de Jurasick Park. Lo que se ve desde este puente me es tan impresionante que hasta me quedo en medio del puente tratando de entender este lugar. Y no puedo. No se puede creer, no se puede entender. Estoy colgado entre infinitas putas montañas verdes y allá abajo, como a 100mts mas abajo, una luz de agua blanca asoma gritando desde una grieta y explota 50mts más abajo en un piletón de rocas. Explota. Trueno infinito, estruendo inmortal.
A sus lados, el hombre construyó unos caminos, escaleras y balcones de roca para contemplar la construcción de la naturaleza. Son una serie de balcones colgantes en la pared de las montañas, unas construcciones raras. Parecen de la Muralla China. Nada que ver. Pienso, ¿quién fue el primer enfermo que vino acá, cómo llegó, cómo puso la primera piedra para construir este balcón?
Desde el último de éstos, a apenas un par de metros del epicentro donde explota constantemente esta luz blanca, se puede sentir el viento que genera esa fuerza. Siento la fuerza. Siento el agua que explota en el agua y llega a mi cara, siento el viento del agua que explota contra más agua, mueve mi pelo y sigue viaje hacia arriba, revolviendo el agua del aire. La lluvia viene de ahí abajo ahora.
Siento el ruido del agua explotar. Suena a trueno. Yo sabía que de pibito tenía razón. Siempre creí que los truenos eran porque dos nubes llenas de agua chocaban en el cielo y explotaban. Ahora las aguas chocan y explotan bajo mis pies. O estoy en el cielo. Puede ser. Porque mis pies también lo sienten. Bajo mis pies se siente. Todo esto tiembla. Se mueve el piso, la puta madre. El agua sacude la montaña. Bah, o será que un poquito estaré yo temblando del cagaso. Puede ser.
Pero lo que no puede ser es este lugar. En serio, no puede ser. Matemáticamente es imposible. Ahora una grieta de un metro de alto te lleva detrás de esa cortina blanca. “Grieta al cielo” se llama. Voy gateando 20mts por un tajo de la montaña, al borde del abismo, y debajo de la montaña misma. Desde tan cerca el agua no se ve. Deja de ser agua cayendo y se transforma en luz sorda. Llego a la luz. Se puede tocar la luz. Es una luz que moja, que empapa. Una luz que también grita desaforadamente. Grita porque cae, grita porque explota.
Y yo grito. “¡No se puede creer!”. Mojado, empapado, enceguecido, encandilado, sordo, explotado, lleno, ya me puedo ir. Lleno y lleno de agua, hecho cascada, ya me puedo ir de la Ruta de las Cascadas.
Vuelvo a Baños. Vuelvo al baño del hostel de Olguita. Al raro baño, a la aventura de bañarse en una puta ducha que sólo escupe algo de agua tibia cuando el caño chilla como pava. Con una mano me enjabono, con la otra voy calibrando con la precisión de girar la canilla (¡que encima patea corriente!) como si fuese la perilla de una caja fuerte, esperando que chille y tire el tesoro del agua tibia, y poder pegarme un puto baño en Baños.