Me acuesto. Cierro el mosquitero que cubre como velo la cama. Apoyo la cabeza en una almohada dura. Seguramente tengo algún bicho de algún color caminando por algún lugar lado de mi cuerpo, creo que ya me rendí.
Cierro los ojos, y escucho el mar. Abro los ojos, y se escucha el mar. El Océano Pacífico revienta y explota a unos 50 metros de nuestra choza en Mompiche. Abro los ojos, no es un sueño. Cierro los ojos, es un sueño. Mientras escribo esto, alguien me interrumpe con un bidón ofreciendo “encocado de conchimala”. Duro. El agua del interior del coco, con Ron. Muy duro.
Mientras como una pizza argentina en la calle, una negra de la amazonia brasilera me arregla las rastas. Todavía no logro descrifrar la onda de este pueblo. El ecuatoriano parece mezclarse con brasilero. El canto de la tonada hace que todo sea “chévere” y “relajao”.
Es sábado a la noche. Eso me dijeron, creo. Hace rato no llevo la cuenta de los días. En la misma calle unos negrito juegan descalzos a la pelota, un argentino prepara pizzas a la parrilla, una ecuatoriana hace “pinches de carnes”, un francés pasa con la tabla de surf en mano y un auto pone “música caribeña” a todo lo que da, frente al mar. Pero el mar suena aun más fuerte. Barbi escribe en una hamaca y va y viene al ritmo de las olas.
Cierro los ojos y veo los lugares que vi acá, pero con los ojos bien abiertos. Creo que está bien eso de soñar y algún día cumplir los sueños, pero aún mejor es cerrar los ojos y soñar con lo que hiciste hoy.
Creo que hoy estuve en el paraíso. Uno siempre busca su paraíso. Creo que esto fue lo más parecido a lo que seguramente alguna vez dibujé como “paraíso”. Ese dibujo seguro tenía tres palmeras sobre una fina y blanca arena en una isla. Una de ellas inclinada para dar sombra y otra con sus pies recostados sobre un mar manso y transparente. Tres palmeras, un sol, arena y mar. Y dos personas. Un chico con una “pipa de coco”, y una sirena morocha. Alguna vez lo dibujé, hoy lo viví, y esta noche lo soñaré.
La isla es de verdad, existe. Se llama Portete. Y se llega cruzando un brazo del mar en bote a remo, a través de los “manglares”, unos árboles que nacen del agua misma. Las palmeras son como las dibujadas de chiquito. Y caen coco, como en los dibujitos. Aprendí que los cocos que suenan son los que tienen su agua. Aprendí también a abrirlos a golpes contra una palmera. Su jugo es rico, fresco y dulce. Pero su parte “comestible” blanca no tiene gusto a nada. Y aprendí también que el coco no tiene gusto a helado de coco.
¿Cuántos lápices de colores debí haber necesitado para pintar este dibujo? ¿Con qué color pintar el agua transparente? De a ratos es celeste como el cielo, de a ratos es verde como la selva que nos rodea. Pero te ves los pies. Creo que nunc ame había visto los pies en un mar. Veo la arena, veo los renacuajitos que huyen en cardúmenes. Veo los caracoles que arrastran su caparazón. Veo cangrejos rojos. Uy, mis uñas están peor que nunca.
Me dan ganas de salir corriendo por el mar. Y en este dibujo puedo correr por arriba del mar. Porque yo lo dibujé. Y porque los bancos de arena hacen que se forme una isla sumergida en el medio de este mar. Si te animás a ir un poco más allá, nadar unos metros, de golpe, allá a unos 100 mts de mis palmeras, puedo caminar, correr, saltar y dar vueltas carnero sobre el mar. Corro sobre el mar, nado bajo el mar, y salgo en otra isla. No puedo parar de correr sobre el mar. Tengo el mar bajo mis pies, posta. Me dibujo una sonrisa de nene contento. Los lápices de colores ya no me alcanzan.
El atardecer los pinto con acuarelas.
Barbi no conoce los atardeceres en el Pacífico. Se los vengo contando y prometiendo desde Buenos Aires. Cuatro y media de la tarde, el mar se cristaliza en plata. Plateado, brilla metálico.“Hola atardecer, ¿cómo andás tanto tiempo? Te presento a Barbi, la chica que te mostré en foto el año pasado en el sur de Chile. Barbi, te presento al atardecer del que tanto te hablé.” Se miran, se conocen cara a cara. Brillan en colores.
¿Cómo va a ser?, me pregunta.
Se lo dibujo con mis manos en el cielo todavía azul Primero se va a poner todo amarillo. Luego, cuando está a esta altura, esas nubes de allá se empezarán a teñir de rosa y rojo. Después el sol se pondrá naranja y podrás verle sus bordes. Va a bajar a esta velocidad. Es el único momento en que mirando el sol fijamente notás que se mueve. Y cuando el naranja toque el espejo plateado, todo el cielo se teñirá de acuarela roja.
Por suerte no pegué un color. Porque por suerte todos los atardeceres son diferentes. Por suerte no fue como se lo dibujé a Barbi, porque por suerte no hay acuarelas para trazar esos colores.
Por suerte nada es “por suerte”.
Nos dibujamos entre las palmeras, la arena blanca, lo cosos y el mar transparente porque movimos el culo, le metimos huevo y caminamos una hora por la ruta haciendo dedo bajo el sol. Nos pintamos la cara de rojo atardecer porque caminamos también hacia donde queríamos pintar esos colores.
Creo que hubo un momento clave donde nos levantamos de la modorra playera y caminamos a dibujar nuestro paraíso. La llegada a Mompiche había sido dura. Nueve horas de bondi del demonio desde Quito hacia acá. Toda la noche y toda la mañana. Mompiche nos recibió con un calor pesado que nos clavó en la arena.
Me habían dicho que hacia la izquierda encontraba Playa Negra. Aca debajo de la arena hay manchas negras. Será esto, no sé.No conformaba, claramente. “Hay que moverse”, coincidimos. Corrimos el solazo de arriba nuestro y salimos a buscar nuestro dibujo. Averiguamos, caminamos y nos pintamos los pies con carbonilla negra. Caminando, dibujamos nuestro camino. En Playa Negra (claramente lo anterior NO era Playa Negra) nuestros pies se convierten en lápices negros. La arena es negra, en serio. Toda negra. Creo que es de piedra volcánica, no sé. Negra, finita, impalpable. La arena me tiñe de arena. Ahora es el lugar el que me pintó a mi. Me vuelvo arena, me vuelvo lugar, me vuelvo parte del dibujo. Playa Negra me pintó de negro, íntegro. Me recuesto en la arena y no me diferencio de ella. Soy arena, soy tierra, soy playa. Selva verde, arena negra y mar plateado. Yo negro, Barbi de colores. Pintados.
Esa arena siempre estuvo ahí, y el sol siempre se pone ahí. No es de suerte encontrarlo, sólo es de fuerza buscarlo.
Por suerte tampoco tuvimos “suerte” a la salida de Mompiche. Nos venían diciendo que había que “coger carro hasta la vía principal, de ahí esperar hasta Chamanga, de ahí otro a Pedernales, y recién ahí coger otro hasta Canoa. Quizás, con suerte tarden 3 horas, sino, como 7”, no decían. Tampoco nos conformaba. Mochilas al hombro, a dibujar el camino con los pies y a viajar con mi dedo.
A Barbi le aterraba un poco la idea. Yo confío siempre en mi dedo, no sé. Tiene fuerza, abre puertas Eaa eaaa.grandes. Caminamos hasta el puente. “Qué mal que hicimos en venir hasta acá”, me dice. Confiá en el dedo. Un camión nos levanta y nos lleva hasta la ruta principal. Era a 10km de Mompiche. Nuestra fuerza, esa que nos levantó en busca de nuestra Portete y nuestra Playa Negra, ahora es la que empuja este camión. Y nosotros en la caja de un camión. La arena negra te deja pegado en la piel pequeños brillos plateados. Los brazos me brillan con el sol. Son como estrellitas impregnadas en mi. En la caja de un camión, las estrellas ahí nomás…
Tampoco fue suerte que el primero que pasara por esa ruta sea una chata que fuera directo a Canoa. No fue suerte que nosotros hayamos madrugado, hayamos caminado mil, hayamos obviado sugerencias de otros, hayamos aguantado en la ruta y hayamos levantado el dedo. Las cosas se mueven con energía. Nosotros tenemos energía. Tenemos pies, dedo gordo, ojos, fuerza, energía, y muchos lápices de colores.